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    RECOMENDACIONES CLAVE PARA FRENAR LA ESPIRAL DE VIOLENCIA

    Prevenir actos de venganza y vigilantismo exige una estrategia integral que combine seguridad, justicia y cohesión social. En primer lugar, el Estado debe demostrar eficacia rápida y transparente: investigar, juzgar y condenar a los responsables directos evita la sensación de impunidad que alimenta la justicia por mano propia.

    Segundo, hay que reducir la polarización. Discursos políticos que señalan chivos expiatorios generan terreno fértil para patrullas y linchamientos. Programas educativos que promuevan el pensamiento crítico y medios de comunicación responsables son barreras contra la desinformación y el odio.

    Por último, limitar la proliferación de armas es decisivo. Cuantos más fusiles circulen en manos civiles, mayor la probabilidad de que un impulso de ira se convierta en tragedia irreversible. Regulaciones estrictas, controles de antecedentes y esfuerzos de desarme voluntario trasladan la balanza de la fuerza desde el impulso individual hacia las instituciones legítimas.

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    MILICIAS POPULARES EN NIGERIA: ENTRE LA AUTODEFENSA Y EL CAOS

    En el noreste de Nigeria, la juventud formó la Civilian Joint Task Force para enfrentarse a Boko Haram cuando el ejército parecía desbordado. Con conocimiento del terreno y apoyo tácito de autoridades locales, los vigilantes expulsaron a insurgentes de varios barrios y ganaron popularidad inmediata.

    El éxito inicial, sin embargo, trajo consecuencias imprevistas. La milicia pasó de detenciones ciudadanas a ejecuciones sumarias; la lealtad tribal infló las listas de “sospechosos” y las venganzas personales se mezclaron con la guerra contra el terrorismo. El conflicto se hizo más íntimo: vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos.

    Cuando el Estado terceariza la seguridad a actores armados sin supervisión, pierde el control del uso de la violencia y abre la puerta a futuras bandas criminales. Fortalecer instituciones judiciales, indemnizar a los vigilantes que dejen las armas y ofrecer vías de reintegración son pasos esenciales para desmontar estructuras que, de otra forma, perdurarán más allá de la amenaza que las originó.

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    CUANDO LA IRA ESTALLA: EL CASO CHRISTCHURCH Y LA ESCALADA DE VIOLENCIA REACTIVA

    El ataque contra dos mezquitas en Christchurch (2019) mostró cómo una sola persona puede transformar el deseo de venganza en carnicería global. El agresor se presentó como “justiciero” de víctimas occidentales de terrorismo islamista y, con ello, ató su crimen a un discurso de represalia transnacional. La masacre fue retransmitida en directo: un tutorial macabro para fanáticos de cualquier signo.

    Menos de veinticuatro horas después, foros yihadistas clamaban por “devolver el golpe”, confirmando la lógica del espejo: el extremismo se alimenta del extremismo opuesto. Cada acto promete protección a los “nuestros” pero ofrece munición emocional a los rivales.

    La lección es clara: cortar la cadena requiere aislar narrativas revanchistas y responder desde la legalidad. Limitar la difusión de manifiestos violentos, promover contramensajes sólidos y atender a las comunidades afectadas reduce la rentabilidad mediática y emocional de estos atentados.

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    PATRULLAS CIUDADANAS Y FRONTERAS CERRADAS: EL LADO OSCURO DE LA SEGURIDAD COMUNITARIA

    En varios países europeos, grupos ultranacionalistas se enfundan chalecos, levantan barricadas simbólicas y patrullan estaciones o pasos fronterizos para “defender la patria”. A diferencia de la policía, estos colectivos autodesignados carecen de formación, protocolos de uso de la fuerza y mecanismos de rendición de cuentas.

    Su simple presencia armada proyecta un mensaje de exclusión: señalan a personas migrantes o de determinada fe como potenciales enemigos, normalizando el acoso y rompiendo la confianza entre vecinos. El Estado, que debería monopolizar la coerción legítima, queda cuestionado cuando tolera o impulsa estos despliegues, pues su silencio se interpreta como respaldo tácito a ideologías extremistas.

    A largo plazo, las patrullas parapoliciales crean “zonas grises” donde la ley depende de simpatías locales. Sustituirlas requiere una policía cercana pero profesional, junto con políticas que atiendan la inseguridad real —falta de empleo, servicios y presencia institucional— que estos grupos suelen capitalizar.

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    HACKERS CONTRA EL TERROR: LUCES Y SOMBRAS DEL VIGILANTISMO DIGITAL

    En la era de las redes, el deseo de “hacer algo” encuentra un campo de batalla virtual. Colectivos de ciberactivistas han derribado miles de cuentas y foros yihadistas, dificultando la propaganda y la captación de seguidores. Estas operaciones pueden ser rápidas, creativas y, a primera vista, efectivas: cada perfil bloqueado evita que un vídeo extremista se viralice.

    La otra cara del hacktivismo es la ausencia de controles. Sin protocolos de verificación, los errores se cobran víctimas inocentes—basta una identidad mal atribuida para arruinar una vida. Además, las intromisiones torpes pueden alertar a los verdaderos terroristas y malograr investigaciones policiales en curso. ¿Quién asume entonces la responsabilidad por los daños colaterales?

    La colaboración ciudadana es valiosa, pero solo si se integra en estrategias oficiales que garanticen proporcionalidad y supervisión. Programas de “bug bounty” y canales seguros para compartir inteligencia son alternativas que permiten aprovechar la pericia técnica sin vulnerar derechos ni obstaculizar procesos judiciales.

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    SOLIDARIDAD MECÁNICA Y DUELO COLECTIVO: ENTENDIENDO NUESTRAS PRIMERAS REACCIONES

    El sociólogo Émile Durkheim hablaba de “solidaridad mecánica” para describir la unidad espontánea que surge cuando un grupo afronta un peligro común. Tras un atentado, esa cohesión se materializa en vigilias, consignas de apoyo y símbolos compartidos que convierten el dolor privado en un duelo social. Vernos reflejados en las víctimas —“pude haber sido yo”— genera un impulso poderoso: protegernos mutuamente.

    Esa misma energía, sin embargo, puede bifurcarse. Dirigida al cuidado, inspira donaciones de sangre, rescates solidarios y campañas contra el odio. Desencauzada, se transforma en la rabia que justifica linchamientos o estigmatiza a comunidades completas. El punto de inflexión está en cómo nombramos al enemigo: cuando el debate público simplifica la amenaza —“ellos contra nosotros”— sembramos las semillas de la retaliación colectiva.

    Fomentar una solidaridad saludable exige liderazgos que reconozcan el dolor sin convertirlo en arma política. Narrativas inclusivas, espacios de duelo plural y medios que eviten el sensacionalismo ayudan a mantener la empatía por encima de la hostilidad. Así, la unión que nace del trauma se convierte en resiliencia y no en pretexto para nuevos agravios.

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    LA TRAMPA DE LA VENGANZA: POR QUÉ CASTIGAR NO DETIENE EL TERRORISMO

    La primera reacción ante un atentado suele ser exigir “ojo por ojo”. Sin embargo, la evidencia muestra que castigar al agresor rara vez logra lo que promete. El impulso de devolver el golpe alimenta un ciclo de ofensas sucesivas en el que cada bando reclama la última palabra, multiplicando el sufrimiento de todos. Además, la venganza no rehabilita al culpable ni disuade a nuevos aspirantes: convierte al castigado en mártir a los ojos de los suyos y ofrece a los extremistas el relato perfecto para reclutar.

    En lugar de cerrar heridas, la represalia perpetúa el trauma de las víctimas. Muchas de ellas descubren que el alivio inicial da paso a un vacío todavía más doloroso, porque el ser querido no vuelve y la violencia continúa. Finalmente, cuando la justicia queda en manos de particulares, el Estado pierde autoridad y la seguridad colectiva se erosiona: más actores armados compiten por imponer su propia ley.

    Replantear el castigo en clave de prevención implica invertir en procesos judiciales imparciales, programas de desradicalización y políticas que reduzcan la sensación de impunidad. Castigar al culpable es legítimo, pero solo si fortalece el Estado de derecho y evita reacciones en cadena que agraven la amenaza.

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    APAGAR LA MECHA: LEYES EFICACES CONTRA EL AUGE DEL VIGILANTISMO

    Los hechos de este julio de 2025 en Torre-Pacheco (Murcia) me llevan a una reflexión que, hasta donde alcanzo a ver, no ha ocupado espacio en la prensa. La ofrezco aquí, con mi propio enfoque: para eso está este blog.

    La agresión sufrida por una persona mayor a manos de varios jóvenes magrebíes ha sido la chispa que ha hecho saltar la válvula de una olla a presión sobrecalentada durante demasiado tiempo. Se repite que la ultraderecha capitaliza el incidente para amplificar su agenda xenófoba y, a la vez, se sostiene que todo es fruto de una política excesivamente laxa frente a la inmigración irregular. Ambos diagnósticos, a mi juicio, yerra(n) el centro del problema.

    El punto que me interesa subrayar es otro: el auge paulatino —y alarmante— del vigilantismo, un fenómeno que bebe de la polarización extrema que estructura hoy la vida pública.

    Antes del parón veraniego desarrollaré este asunto en varias entradas; esta sirve tan solo de umbral para señalar algunos elementos generales pero esenciales.

    Conviene despejar cualquier duda: el vigilantismo no representa una solución; es el síntoma (y derivación) de un malestar social generalizado en el que la ciudadanía percibe desprotección ante cuestiones de seguridad y decide arrogarse competencias que corresponden al Estado, cuya función indeclinable es garantizar la protección de sus miembros.

    Así, la polarización que ciertos actores políticos alimentan —en nombre de alertar sobre los “peligros de la extrema derecha”— añade combustible a la sensación de impotencia frente a una “mano blanda” legislativa que deja atrás a quienes cumplen las normas. Paralelamente, los actores más populistas encuentran un terreno cada vez más fértil. El pensamiento crítico debería funcionar como antídoto frente a la captura por cualquiera de los extremos.

    La raíz permanece: un déficit normativo capaz de responder con eficacia a los desafíos del mundo contemporáneo. Dicho llanamente: legislar bien y a tiempo es la obligación profesional de quienes ocupan el Parlamento, y de ello depende una convivencia más serena. Lo obvio, sin embargo, se erosiona a diario mientras representantes bien remunerados desatienden esa responsabilidad; el problema alcanza los cimientos, como desarrollo en Dinámicas Globales, vol. 2. En los próximos días expondré con mayor detalle los riesgos del vigilantismo. La clave para neutralizarlo sigue en manos de los responsables políticos: si las leyes ofrecen respuestas eficaces a problemas percibidos como legítimos, nadie sentirá la tentación de ocupar las calles a modo de milicia improvisada.