La promesa del euro digital viene acompañada de palabras como “comodidad”, “seguridad” y “modernización”. Sin embargo, conviene preguntarse: ¿seguridad para quién?, ¿libertad bajo qué condiciones? En un sistema donde todo el dinero circula de forma digital, los ciudadanos ya no serían propietarios reales de sus ahorros, sino usuarios de una plataforma administrada por terceros, con reglas que podrían cambiar sin previo aviso.
La libertad económica —esa que permite tomar decisiones sin miedo a represalias, ahorrar para el futuro o donar según conciencia— depende de que el dinero siga siendo nuestro. Si se convierte en un instrumento programable, trazable y potencialmente bloqueable, cualquier disidencia podría tener consecuencias materiales inmediatas. ¿Qué ocurre si un gobierno decide que ciertos comportamientos no merecen incentivos? ¿O que algunos sectores deben ser penalizados económicamente “por el bien común”?
La fe cristiana valora la libertad no solo como un derecho individual, sino como un espacio interior donde se elige el bien. Pero esta libertad necesita también condiciones externas mínimas: seguridad jurídica, propiedad privada, autonomía económica. Un euro digital mal diseñado, o utilizado sin límites éticos, podría erosionar todas estas garantías. Por eso, más que oponerse a la tecnología, es urgente exigir marcos que la sometan al servicio de la persona humana, no al revés.