Vivimos rodeados de pantallas, códigos QR y reconocimiento facial. El discurso dominante asegura que todo esto nos hace la vida más fácil, más segura, más moderna. Sin embargo, cada avance tecnológico sin un anclaje ético nos deja más expuestos, más dependientes… y más controlados. En este contexto, la fe cristiana —que valora la libertad, la conciencia y la vida interior— corre el riesgo de ser diluida o incluso marginada por sistemas que no entienden de alma, solo de datos.
El euro digital es un ejemplo paradigmático. Al eliminar el dinero físico, cada gesto económico se convierte en información trazable. Pero más allá de la privacidad, el problema es más profundo: ¿puede sobrevivir una espiritualidad que predica la limosna oculta y el sacrificio invisible en un sistema que lo cuantifica todo y premia la exposición? ¿No nos aleja eso del corazón del Evangelio?
La fe, como el amor, exige espacio para lo gratuito, lo no calculable, lo profundamente humano. Si el futuro tecnológico convierte cada acción en un algoritmo, cada motivación en una sospecha y cada decisión en una puntuación, el cristianismo tendrá que resistir no desde la nostalgia, sino desde la profecía: recordando que la dignidad humana no puede reducirse a líneas de código ni a carteras digitales con fecha de caducidad.