La convivencia pacífica no depende únicamente de la actitud de la sociedad que recibe a los migrantes. Las personas que llegan también deben poner de su parte para ajustarse a los valores y normas del país de destino. Este ejercicio de adaptación no significa renunciar a su identidad ni renegar de sus raíces culturales, sino encontrar un equilibrio entre el respeto a las costumbres propias y la consideración de las reglas de convivencia establecidas en la nueva sociedad.
Es cierto que muchos se han visto forzados a emigrar debido a circunstancias económicas, políticas o sociales que, en algunos casos, guardan relación con determinadas costumbres en sus países de origen. Por ello, la búsqueda de mejores condiciones de vida implica comprender que un cambio de contexto también conlleva exigencias distintas. El reto, entonces, radica en saber discernir qué prácticas se pueden mantener sin perjuicio de la comunidad de acogida, y cuáles deben ajustarse para no generar tensiones innecesarias.
Para terminar este ciclo de entradas, quiero subrayar la importancia de una adaptación recíproca. El Estado y sus instituciones han de favorecer la inclusión y la no discriminación, a la vez que los recién llegados deben comprometerse con la legalidad y la cohesión social. El objetivo es, en última instancia, lograr una integración real, en la que ni el país receptor se sienta obligado a renunciar a sus principios básicos, ni los migrantes pierdan el derecho a expresar su identidad de manera compatible con la vida en común.