Uno de los mitos de la globalización neoliberal afirma que reducir el tamaño del Estado libera las fuerzas productivas y atrae inversión. Sin embargo, la experiencia de las últimas décadas muestra una paradoja: al recortar su músculo fiscal para “volverse ligero”, el Estado destruye justo las infraestructuras y políticas públicas que hacen atractivo su territorio para empresas y talento.
Las carreteras, los sistemas de salud, las universidades y los tribunales confiables son bienes colectivos que elevan la productividad local; sin ellos, la promesa de salarios bajos o impuestos reducidos pierde brillo. Al mismo tiempo, la retirada del Estado debilita el tejido social que amortigua crisis: cuando estalla una pandemia o un shock financiero, los lazos comunitarios y las redes de protección se revelan tan valiosos como los incentivos fiscales.
Así surge un dilema estratégico: los gobiernos compiten por inversiones globales aplicando austeridad, pero esa misma austeridad erosiona a largo plazo la competitividad que pretendían reforzar. El círculo vicioso concluye en deslegitimación política, precariedad laboral y fuga de capital humano.
Romper la paradoja exige mirar la economía no como un juego de suma cero entre lo público y lo privado, sino como un ecosistema interdependiente donde las reglas, la confianza y la cohesión social son parte esencial -y rentable- de la infraestructura productiva.