En la economía digital que se perfila con el euro digital y la identidad digital europea, la privacidad debe ser la primera línea de defensa de la libertad humana. No se trata solo de ocultar datos, sino de reconocer que cada persona tiene derecho a decidir qué comparte, con quién y para qué. La privacidad no es un lujo, ni una manía conspirativa: es un reflejo de la dignidad del ser humano, que no puede ser tratado como un objeto de vigilancia continua.
Diseñar sistemas donde cada transacción económica, movimiento sanitario o registro educativo quede automáticamente grabado en un servidor —posiblemente bajo control estatal o corporativo— es crear un entorno en el que la sospecha sustituye a la confianza. En nombre de la seguridad, podríamos estar allanando el camino hacia un sistema donde todo se sabe… excepto quién vigila a los vigilantes. Por eso, el principio de privacidad por defecto exige que cualquier sistema digital esté construido con garantías técnicas y legales que prioricen la protección del usuario. El anonimato en ciertas operaciones, el cifrado real de los datos, la posibilidad de actuar sin ser constantemente perfilado: todo esto no debería ser una opción, sino una norma. Solo así la tecnología podrá servir a la persona sin someterla.