• Totalitarismo

    CUANDO EL MIEDO NO VIENE DEL ESTADO, SINO DEL GRUPO

    Hay censuras que no necesitan leyes. Basta con una mirada de desprecio, una acusación lanzada en redes, una invitación que ya no llega. El totalitarismo blando no se impone desde arriba, sino desde los márgenes sociales. Se vale de emociones como la culpa, la vergüenza y el miedo al rechazo para hacer que el pensamiento crítico se calle, incluso antes de nacer. Ya no se castiga al que disiente: se le aísla, se le ridiculiza, se le acusa de “hacer daño”.

    Este tipo de represión emocional opera con gran eficacia: transforma cualquier objeción en una transgresión moral. Si dudas, es porque eres insolidario. Si criticas, es porque odias. Si haces preguntas incómodas, es porque “alimentas discursos peligrosos”. Así se construye un consenso no argumentado, sino impuesto por la presión del entorno. Y quienes más lo refuerzan no son necesariamente agentes del poder, sino personas corrientes que actúan como guardianes emocionales del sistema.

    Lo más inquietante es que esta forma de control no necesita justificación legal ni aparato coercitivo. Su fuerza reside en lo emocional, en la anticipación del juicio ajeno, en la autocensura afectiva. Si el totalitarismo del siglo XX se basaba en el miedo al castigo, el del siglo XXI se apoya en el miedo a la desaprobación. El efecto es el mismo: el pensamiento libre desaparece. Solo que ahora, quien lo suprime somos nosotros mismos.