El choque entre un aparato estatal poderoso y una célula extremista diminuta recuerda a un combate de jiu‑jitsu: el contendiente más débil intenta convertir la fuerza de su rival en su mejor arma. La lógica es sencilla y letal. Cada redada masiva, cada toque de queda y cada detención sin garantías alimenta el relato del agresor insurgente: “el Estado es tu enemigo”. En ese espejo deformado, el puño de hierro se vuelve confirmación de abuso, y el miedo colectivo se transforma en reclutamiento.
Lo paradójico es que, desde el punto de vista táctico, el ataque terrorista rara vez amenaza la supervivencia del Estado; lo hace, en cambio, la reacción desmesurada. El inimaginable 11‑S no derribó a la primera potencia mundial, pero sí abrió la puerta a leyes y prácticas que aún se discuten décadas después. Así, la verdadera batalla se libra entre el shock inicial y la respuesta que decida un gabinete de crisis.
Cuando los gobiernos olvidan esta dinámica y privilegian la coerción por encima del derecho, el resultado suele ser contraproducente: polarización social, erosión de legitimidad y un flujo constante de nuevos adeptos para la causa violenta. Entender la “trampa de la provocación” no es cuestión académica; es la diferencia entre sofocar un incendio o avivarlo con gasolina.