En la actualidad, los Estados que se definen como laicos enfrentan un reto complejo al gestionar los flujos migratorios. La verdadera laicidad no se reduce a excluir lo religioso de la esfera pública, sino a garantizar un espacio de neutralidad donde toda expresión religiosa sea respetada. Bajo esta premisa, la llegada de migrantes de diversos credos es un tema que exige respuestas integradoras y no meramente restrictivas.
La globalización y las desigualdades económicas impulsan el movimiento de personas en busca de mejores oportunidades. En este contexto, la laicidad se convierte en un marco en el que el Estado debe asegurar la igualdad de trato a todas las confesiones, sin caer en favoritismos ni discriminaciones. Al mismo tiempo, las políticas migratorias deben reconocer la pluralidad cultural y religiosa que traen consigo quienes llegan.
Este planteamiento cobra gran relevancia en el ámbito europeo, donde la diversidad se ha intensificado en las últimas décadas. Para que la convivencia sea fructífera, se podría proponer un enfoque de “laicidad positiva”, orientado a regular los posibles conflictos y a promover la colaboración entre las instituciones públicas y las comunidades religiosas. De esta manera, es posible construir un tejido social sólido que integra, sin uniformar, a los recién llegados.