Un aspecto clave es el valor de la tolerancia como cimiento de la vida democrática. No se trata únicamente de “aguantar” lo distinto, sino de reconocerle un lugar legítimo en la vida social. Esta visión hunde sus raíces en la historia europea, donde la tolerancia surgió como antídoto ante los conflictos religiosos que asolaron el continente.
La tolerancia se convierte, así, en virtud cívica y política: exige de todos los ciudadanos la convicción de que la pluralidad es un bien que enriquece, no una amenaza que se deba suprimir. Para lograrlo, el Estado debe garantizar derechos iguales para todas las confesiones, pero también preservar la integridad de valores esenciales, como la dignidad de la persona o la no discriminación.
Pero es cierto que la tolerancia tiene límites justificados: no se puede tolerar lo que atente contra la vida o los derechos de otros. Sin embargo, fuera de esos supuestos extremos, es un principio que fomenta la integración y el entendimiento mutuo, reforzando el tejido social y la estabilidad política en un mundo crecientemente diverso.