Vivimos convencidos de que la vigilancia masiva es cosa de dictaduras. Pero hoy, incluso en democracias formales, nuestros movimientos, intereses, relaciones y emociones son monitorizados a través de dispositivos que llevamos con nosotros voluntariamente. No es que el Estado nos espíe como antes: ahora somos nosotros quienes damos permiso, pulsamos “aceptar” y dejamos huellas constantes. Lo hacemos a cambio de comodidad, acceso o supuesta seguridad. Y ese precio, cada vez más, es nuestra libertad condicionada.
El verdadero peligro no está en que te castiguen por lo que haces, sino en que te evalúen por lo que podrías hacer. Con sistemas de crédito social, identificación digital y perfiles de riesgo construidos por inteligencia artificial, se está implantando una lógica de sospecha permanente. No necesitas cometer un error para ser señalado: basta con que tu historial o tus patrones no encajen. Así, el acceso a ciertos derechos puede verse restringido sin que exista delito, juicio o defensa.
Lo más inquietante de esta nueva forma de vigilancia es que no necesita amenazas: funciona como incentivo. Cuanto más obediente seas, más acceso tendrás. Cuanto más predecible, más fluida será tu vida. El resultado es una sociedad aparentemente libre, pero profundamente condicionada. Porque en este sistema, quien decide cómo debes comportarte no eres tú… sino el algoritmo.