Creíamos que la censura consistía en quitar noticias; descubrimos que también puede esconderse en el exceso. Hoy cada pantalla nos lanza titulares, alertas, vídeos y estadísticas a una velocidad imposible de procesar. Entre notificación y notificación, nuestra atención se fragmenta, nuestra memoria colapsa y la realidad se vuelve un zumbido de fondo. Cuando todo importa, nada adquiere sentido.
Esta saturación no es inocente. Gobiernos y grandes plataformas han aprendido que la confusión es tan útil como la mentira. Versiones contradictorias de un mismo hecho, cambios de directrices sin explicación y debates convertidos en espectáculo generan desconfianza y fatiga. Al final, el ciudadano delega: “que otros decidan, yo no doy abasto”. Es la rendición cognitiva.
Así se impone el totalitarismo 3.0: no te prohíbe leer, simplemente te ahoga en datos hasta que dejas de buscar la verdad. El resultado es una sociedad sobre‑informada pero desorientada, donde la crítica desaparece por agotamiento. Para preservar la libertad, quizá el primer paso sea tan sencillo (o tan difícil) como volver a elegir qué leer… y cuándo desconectar.