Hace apenas unos años, mostrar tu historial médico para entrar a un café habría sonado paranoico. Hoy, un código QR sanitario nos parece una anécdota del pasado reciente. Así funciona la ventana de Overton: lo que ayer era impensable, mañana se vuelve rutina. El proceso es casi siempre idéntico: primero se lanza la idea extrema como algo hipotético o irónico; luego aparece un eufemismo tranquilizador —«pasaporte de libertad», «moneda digital inclusiva»—; llega la gran crisis que exige soluciones urgentes y, de pronto, el experimento “temporal” se queda para siempre. ¿Quién recuerda ya la promesa de desactivar la Patriot Act o las aplicaciones de rastreo COVID?
El truco no es convencerte a base de argumentos, sino cansarte con sobresaltos encadenados. Terrorismo, pandemias, clima, desinformación… Cada alarma desplaza un poco más el límite de lo aceptable. Entre tanto, la comodidad juega de aliada: un pago sin contacto, una fila más corta en el aeropuerto, un clic para validar tu identidad. Pequeños privilegios que compramos con grandes concesiones invisibles. Cuando queremos darnos cuenta, el efectivo anónimo es «sospechoso», las cámaras de reconocimiento facial son «por tu seguridad» y cuestionar la norma se tilda de «negacionismo».
Recordar cómo llegamos aquí es el primer acto de resistencia. Cada medida extraordinaria debe llevar fecha de caducidad y debate público real antes de instalarse en nuestra cotidianeidad. Porque si normalizamos lo impensable sin preguntarnos por qué, despertaremos en un mundo donde lo inevitable será obedecer.