No todo avance tecnológico es, por definición, perjudicial. La clave está en quién lo diseña, con qué finalidad y bajo qué límites. Frente a la implementación del euro digital y los sistemas de identidad digital, el reto no es rechazar el progreso, sino orientarlo hacia un modelo que respete la dignidad humana, la libertad y el bien común. Para ello, es urgente proponer principios éticos que sirvan de guía en esta transformación.
En primer lugar, el sistema debe garantizar la privacidad por defecto. Las personas tienen derecho a que sus transacciones no se conviertan en un historial permanente a disposición de gobiernos o empresas. La seguridad tecnológica no puede construirse a costa de sacrificar la intimidad. Además, debe respetarse la libertad de uso y posesión del dinero, de forma que nadie pueda ser excluido del sistema por sus ideas, creencias o elecciones personales.
También es fundamental asegurar la inclusión: ni los mayores, ni los pobres, ni los tecnológicamente rezagados pueden quedarse al margen. Y, por último, debe existir transparencia y supervisión ética independiente para evitar abusos de poder. Si la tecnología quiere servir realmente al ser humano, necesita escuchar su voz, reconocer su misterio y proteger su libertad. Solo así una economía digital podrá ser también una economía verdaderamente humana.