La paralización de líneas de montaje de automóviles, consolas y hasta cazas F‑35 puso bajo los focos un componente diminuto pero vital: el semiconductor. Desde finales de 2020, la demanda explosiva de dispositivos para teletrabajo y ocio digital chocó con una cadena de valor hiper‑especializada y frágil, desatando la llamada chip‑geddon .
Detrás de cada chip hay miles de millones de transistores grabados sobre una oblea de silicio y tres grandes familias de productos: lógicos (CPU, Wi‑Fi), memorias (DRAM, NAND) y los discretos‑analógicos‑optoelectrónicos que traducen el mundo físico a bits . Producirlos exige fábricas –fabs– que cuestan más de 10.000 M $ incluso en su versión “económica”, una barrera de entrada que concentra la oferta mundial en pocas manos .
Ese cuello de botella se agrava porque los chips son ya el cuarto producto más comercializado del planeta, un puesto alcanzado no por bajos aranceles, sino por la división geográfica de tareas: EE. UU. domina el I+D y el software de diseño, Corea y Taiwán lideran la fabricación de obleas avanzadas y China concentra el ensamblaje final . Cuando una parte se frena, toda la maquinaria mundial se detiene. El resultado ha sido una cascada de retrasos, alzas de precio y búsqueda frenética de capacidad adicional que todavía hoy repercute en sectores tan dispares como la automoción, las telecomunicaciones 5G o la producción de electrodomésticos. Sin ajustes estructurales, los analistas advierten de que la próxima disrupción podría estar a la vuelta de la esquina.