El diálogo interreligioso es de vital importancia como herramienta para la integración de las personas migrantes. El diálogo no se limita a encuentros formales entre líderes espirituales, sino que se articula en la vida cotidiana de barrios, escuelas y asociaciones, donde la cooperación concreta y el respeto mutuo cobran sentido.
En sociedades cada vez más multiculturales, los malentendidos y los conflictos pueden surgir por razones culturales o religiosas. Por ello, la gestión pública en un Estado laico debería fomentar espacios en los que diferentes comunidades de fe se reúnan para debatir y buscar soluciones conjuntas. Esta aproximación no compromete la neutralidad institucional, sino que muestra apertura a la diversidad.
El diálogo interreligioso contribuye a forjar vínculos de confianza y a suavizar tensiones que podrían escalar a posturas xenófobas. Para quienes provienen de entornos en los que su fe era motivo de persecución, encontrar una acogida respetuosa en el país de destino supone una reparación moral y una oportunidad para reconstruir sus vidas. A la vez, enriquece al conjunto de la sociedad con nuevos valores y experiencias.
Pero también hay que reflexionar acerca de la interculturalidad, el auténtico diálogo que va más allá de la religiosidad (que sólo es una de las componentes de la identidad cultural) y también de la etnia de la procedencia.