Conocer las distinciones entre las diferentes realidades de las que hemos hablado es algo más que un ejercicio académico: es equiparse con una brújula moral. Si todo abuso se etiqueta «dictadura», el término se vacía y, el día que una dictadura se planta de verdad, el lenguaje no alcanza para nombrarla. Si llamamos populismo a cualquier discurso popular, satanizamos una energía social que, bien encauzada, puede revitalizar la democracia. El reto consiste en identificar los umbrales: ¿cuándo la apelación al pueblo se convierte en negación de la pluralidad? ¿En qué momento una emergencia justifica la suspensión del debido proceso? ¿Cómo distinguir la censura puntual de un artículo de la ingeniería sistemática del silencio? Recordar los rasgos diferenciales de cada fenómeno nos ayuda a responder sin caer en relativismos.
En mi libro dedicado a este tema examino cómo el totalitarismo 3.0 explota grietas que, en buena medida, abrieron el autoritarismo, la dictadura o el populismo mal canalizado. Pero antes necesitábamos poner nombre a cada forma de dominio. Porque, como advertía Arendt, cuando el lenguaje se degrada, el pensamiento se adormece y el poder se desliza más cómodo hacia su meta favorita: la sumisión sin resistencia.