Política

TOTALITARISMO: EL MONOPOLIO DEL SENTIDO (V)

Si la dictadura aspira a mandar, el totalitarismo desea moldear la realidad interna de sus ciudadanos. No le basta el gesto externo de obediencia; quiere que la obediencia sea sentida como deber íntimo. El totalitarismo clásico (el de Hitler o Stalin) se apoyaba en tres pilares: una ideología que pretendía explicar el pasado y el futuro, un partido único que vigilaba a la sociedad y un aparato de terror que castigaba cualquier disonancia. Pero la versión contemporánea ha encontrado un camino más sutil: en la era digital, coloniza la atención y la emoción a través de plataformas de entretenimiento y de datos. No quema libros; entierra su relevancia bajo avalanchas de distracción personalizada.

La gran diferencia práctica con la dictadura es la pretensión expansiva: la vida privada no debe existir, todo rincón de la experiencia quedará sometido al relato oficial o, en su formato 3.0, al relato “a medida” que refuerza la deferencia hacia el emisor real (Estado, corporación o ambos en simbiosis). El enemigo ya no es solo otro país o una facción interna; es, sobre todo, la incertidumbre cognitiva que surge de contrastar puntos de vista. De ahí la obsesión por algoritmos que filtran la información y ofrecen a cada individuo un universo convergente con su perfil psicológico —la versión digital del panóptico.

Las categorías de las que hemos hablado no viven en compartimentos estancos; se persiguen y se solapan. Un régimen inicialmente populista puede inclinarse al autoritarismo cuando necesita blindarse frente a la crítica institucional; un autoritarismo que pierda la partida económica puede atrincherarse en la dictadura; una dictadura, al querer garantizar la lealtad de las generaciones futuras, puede inocular la ideología totalitaria. A la inversa, también existen derivas contrarias: dictaduras que se abren, autoritarismos que se moderan o populismos que se integran. Pero la dirección hacia el endurecimiento suele avanzar por la pendiente más rápida, porque la concentración de poder genera sus propios incentivos autorreferenciales.