Las cadenas de suministro no son neutrales; son “proyectos políticos” que rediseñan la geografía de la producción y, con ella, la estrategia militar. Así lo ilustra la novela 2034, donde un F‑35 sobre el estrecho de Ormuz es hackeado mediante semiconductores fabricados en Taiwán, forzando a EE. UU. a pelear sin su ventaja tecnológica .
El episodio condensa una verdad incómoda: la supremacía militar de Washington depende de chips grabados en Hsinchu y de imanes fabricados con neodimio refinado en Jiangxi. Cuando esas cadenas se tensan, no basta con aumentar aranceles; hay que replantear la logística, la “ciencia marcial” que asegura combustible, munición… y silicio.
De ahí la ofensiva de la Casa Blanca para mapear vulnerabilidades —baterías, fármacos, semiconductores y, sí, tierras raras— y la presión sobre socios europeos y del Indo‑Pacífico para tejer redes redundantes. Al mismo tiempo, China necesita cada vez más tierras raras para sus propios planes tecnológicos y militares, lo que limita el margen real de usar el embargo como arma definitiva .
La moraleja es clara: quien domine la logística de los materiales críticos dominará el campo de batalla —físico o digital— del siglo XXI. Y esa carrera, a diferencia de los megahercios o los nanómetros, se libra al ritmo lento de nuevas minas, refinerías y puertos: una década de inversiones para evitar un día de pánico.