A diferencia del autoritarismo —que todavía necesita el lenguaje de la ley— la dictadura gobierna apoyada en la fuerza desnuda. Históricamente se presenta como una respuesta extraordinaria a la emergencia, pero pronto convierte la excepción en rutina. El dictador —una persona, un comité o una junta militar— concentra los tres poderes clásicos y coloca la violencia estatal como intermediaria cotidiano entre la ciudadanía y el Estado. La legalidad pasa de ser garantía a instrumento y se redacta a conveniencia del mando supremo.
La dictadura no necesita artilugios persuasivos sofisticados: le basta con controlar los cuarteles y las frecuencias de radio. Allí donde el autoritarismo restringe, la dictadura prohíbe; donde aquél rediseña titulares, ésta clausura redacciones. Sin embargo, su mismo éxito engendra fragilidad. Al carecer de válvulas de renovación, la pirámide cerrada se corroe desde dentro: rivales que huelen la decrepitud del líder; oficiales que imaginan un golpe preventivo; burócratas que temen un ajuste de cuentas si el régimen colapsa mañana. Así, muchas dictaduras caen por implosión o mutan, al verse sin oxígeno, hacia un autoritarismo que intente recuperar legitimidad a través de elecciones controladas.