• Geopolítica

    BANCO MUNDIAL: DESARROLLO CONDICIONADO Y ARQUITECTURA DE DEPENDENCIA

    Presentado como motor del “desarrollo”, el Banco Mundial replica la anatomía de poder del FMI: voto ponderado, silla asegurada para los grandes accionistas y una presidencia tradicionalmente estadounidense. Desde Washington —y en sincronía con el FMI— fija el marco de juego: los cinco principales accionistas pueden coordinar posiciones y orientar préstamos, políticas y presupuestos país. La fachada cooperativa encubre una gobernanza oligárquica que traduce poder financiero en poder normativo.

    Su influencia no se limita a financiar obras. A través de sus instrumentos (IPF, PforR y DPF) interviene en reglas, marcos regulatorios y diseños administrativos, empaquetando agendas como “mejores prácticas”. Privatizaciones, liberalización, integración en cadenas globales y reformas institucionales se vuelven requisitos técnicos más que opciones políticas, con frecuencia abriendo mercados y contratos a corporaciones del Norte Global. Bajo la etiqueta de “sostenible”, promueve esquemas de mercantilización ambiental (p. ej., mercados de carbono) que trasladan costos al Sur mientras aseguran nuevos nichos financieros.

    Los resultados son ambivalentes: sí, se levantan carreteras, hospitales o redes de agua; pero a menudo acompañados de dependencias tecnológicas y financieras, debilitamiento de capacidades locales y deterioro del tejido productivo (especialmente agrícola) por liberalizaciones que desplazan a pequeños productores. La simbiosis con el FMI cierra el círculo: disciplina macro de corto plazo y moldeamiento “desarrollista” de largo plazo, con acceso a financiamiento y cooperación condicionado al cumplimiento del mismo guion.

    La creciente búsqueda de alternativas (AIIB, NDB de los BRICS, fondos soberanos, swaps) muestra que, cuando hay opciones sin condicionalidad política, muchos países las prefieren. Reequilibrar exigiría rediseñar la gobernanza (menos veto de facto, más representación del Sur), condicionalidad con salvaguardas sociales y productivas, compras y contenido local como regla, y evaluación ex post independiente y pública de impactos reales. Sin ese giro, el Banco Mundial seguirá operando más como arquitecto de dependencia que como aliado de un desarrollo genuinamente autónomo.

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    FMI: LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL RESCATE

    El FMI se presenta como el engranaje multilateral de la estabilidad financiera, pero su arquitectura concentra el poder real en pocas manos. La Junta de Gobernadores funciona como fachada representativa, mientras el Directorio Ejecutivo —apenas un puñado de sillas— decide el día a día. El sistema de cuotas lo vertebra todo (aportes, acceso a recursos, poder de voto), consolidando una representación sobredimensionada del Norte Global y un poder de bloqueo de facto para las principales potencias. El resultado: una gobernanza oligárquica con apariencia universal.

    La influencia del Fondo se ejerce a través de la condicionalidad: programas que exigen reformas fiscales, monetarias y regulatorias alineadas con el conocido consenso de Washington. Lo que se presenta como “técnico” es profundamente político: privatizaciones, liberalización financiera y disciplina fiscal priorizan la estabilidad de acreedores y mercados sobre el tejido productivo y social de los países deudores. La ubicación, redes y cultura económica dominante del organismo refuerzan ese sesgo: recomendaciones empaquetadas como neutralidad experta que despolitizan decisiones de alto impacto distributivo.

    En las crisis, la pauta se repite: protección del sistema financiero y socialización de pérdidas, con el coste trasladado a salarios, empleo y servicios públicos. La condicionalidad del FMI, además, actúa como puerta de acceso (o cierre) a otros flujos de financiación, multiplicando su capacidad de presión. La infrarrepresentación del Sur Global, la inercia en las reformas de cuotas y la selección de liderazgos consolidan un statu quo que se resiste a reflejar la nueva realidad económica. No es casual que varios países exploren alternativas (acuerdos de swaps, bancos de desarrollo regionales, BRICS) para escapar de esa camisa de fuerza.

    Reequilibrar el tablero exigiría rediseñar la gobernanza (desacoplar voto de aportes, limitar vetos), introducir cláusulas sociales mínimas en la condicionalidad, compartir cargas con los acreedores privados (bail-ins), abrir los modelos y supuestos a escrutinio independiente y garantizar evaluación ex post de impactos reales. Mientras eso no ocurra, el FMI seguirá operando menos como garante de estabilidad global y más como herramienta de disciplina macroeconómica al servicio de quienes ya mandan en el sistema.

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    ACNUR: ENTRE LA EMERGENCIA Y LA GESTIÓN GEOPOLÍTICA DEL DESPLAZAMIENTO

    ACNUR opera en un estado de emergencia casi permanente: decenas de crisis simultáneas, con picos de máxima gravedad, lo convierten en un actor imprescindible para salvar vidas. Su triple eje —protección, asistencia y “soluciones” (repatriación, reasentamiento, integración)— permite responder con rapidez donde fallan los Estados. La organización distribuye ayuda vital (alimentos, agua, refugio, atención médica) y coordina esfuerzos internacionales que marcan la diferencia en Sudán, Siria o Afganistán cuando la supervivencia inmediata está en juego.

    Pero esa eficacia humanitaria convive con una dimensión sistémica más ambigua. ACNUR gestiona las consecuencias de un orden internacional que produce desplazamientos —guerras proxy, sanciones, colapsos estatales— sin capacidad real para atacar sus causas. Su financiación voluntaria y la necesidad de mantener relaciones con los mismos gobiernos que alimentan las crisis crean dependencias: se prioriza la administración del “síntoma” sobre la resolución estructural. Además, las “soluciones” tienen límites evidentes: el reasentamiento cubre a menos del 1% de los refugiados, la repatriación suele devolver a contextos no transformados y la integración local traslada costes a países de tránsito con recursos escasos.

    El poder de condicionamiento también es real. Estándares y marcos promovidos por ACNUR presionan a los Estados receptores a adoptar leyes, procedimientos y políticas de integración alineados con referencias internacionales más que con capacidades nacionales. En paralelo, la asignación de atención y recursos revela sesgos geopolíticos: algunos éxodos reciben trato preferente frente a otros de igual o mayor gravedad. La ampliación del fenómeno con los desplazamientos climáticos expone otra limitación: el mandato legal de ACNUR nació para conflictos y persecución política, no para crisis ambientales de escala creciente.

    El balance, por tanto, es dual. ACNUR salva vidas y es insustituible en la fase aguda de las emergencias; pero también opera como engranaje de un sistema que externaliza los costes humanos de decisiones geopolíticas. Reequilibrar esa tensión exige transparencia radical en la financiación, métricas de impacto que vayan más allá del conteo de entregas, mayor corresponsabilidad de los Estados que generan inestabilidad y vías reales —no testimoniales— para soluciones duraderas. Sin ello, el número de desplazados (ya en máximos históricos) seguirá creciendo, y la respuesta humanitaria continuará administrando el daño en lugar de reducirlo.

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    OMS: PODER SANITARIO SIN CONTRAPESOS

    La OMS funciona con una asimetría de origen: menos de una quinta parte de su presupuesto proviene de cuotas obligatorias controladas por los Estados; el resto son aportes “voluntarios” de gobiernos, fundaciones y alianzas público-privadas. Esa arquitectura invierte la lógica democrática: quien financia de forma discrecional orienta prioridades, ritmos y temas, y puede retirar fondos si la agenda no encaja con sus intereses. En la práctica, grandes donantes privados y partenariados del ecosistema farmacéutico han ganado un peso que supera al de la mayoría de países miembro.

    Ese poder se traduce en capacidad de condicionar políticas nacionales bajo el ropaje de recomendaciones “técnicas”. La pandemia amplificó el fenómeno: medidas de confinamiento, mascarillas, distancias y calendarios vacunales se implementaron como mandatos incuestionables. Ahora, el “Acuerdo sobre Pandemias” consolida marcos vinculantes y una coordinación con FMI y Banco Mundial que puede activar condicionalidad financiera: salud pública convertida en palanca de gobernanza global. Paralelamente, la creación de mecanismos como GAVI, Fondo Mundial, CEPI o COVAX —con fuerte impronta de la industria— permite operar fuera del control directo de la OMS, pero con su sello de legitimidad.

    El resultado geopolítico ha sido especialmente duro para el Sur global: economías informales devastadas por cierres prolongados, dependencia de compras centralizadas y barreras de propiedad intelectual que frenaron la producción local. La narrativa “única” sobre estrategias y orígenes, sumada a la descalificación de debates científicos legítimos, estrechó el pluralismo crítico necesario en una crisis de alta incertidumbre. A esto se añaden tensiones de la propia descentralización (como en la OPS), donde agendas regionales y presiones de financiadores erosionan la coherencia global.

    Si la OMS aspira a recuperar legitimidad, necesita reequilibrar su gobierno: elevar el peso de las cuotas no condicionadas, publicar contratos y beneficiarios finales en tiempo real, levantar cortafuegos entre donación privada y fijación de agenda, garantizar auditorías de impacto independientes con datos abiertos y proteger el disenso científico como bien público. Sin esos contrapesos, la salud global seguirá orbitando alrededor de chequeras y no de parlamentos.