• Política

    AUTORITARISMO: EL CUSTODIO DEL ORDEN QUE TEME AL VACÍO (II)

    El autoritarismo nace, casi siempre, de una premisa defensiva: algo amenaza la estabilidad —una crisis económica, una guerra, una fractura social— y un bloque de poder propone reducir la competencia política para “salvar” la unidad del Estado. Su relato de legitimidad no es épico sino pragmático: prometen seguridad, crecimiento y reglas claras a cambio de podar la exuberancia democrática. Por eso el autoritarismo suele conservar las fachadas de la institucionalidad —parlamento, tribunales, prensa privada—: le resultan útiles como escenografía que mitiga la alarma interna y proyecta cierta normalidad al exterior.

    La represión autoritaria es selectiva. No persigue disciplinar almas ni uniformar conciencias; le basta con desactivar a quienes cuestionen su monopolio decisorio. Estrangula el pluralismo mediante leyes de excepción permanentes, regula los medios con licencias administradas desde el Ejecutivo y confía en censores que cortan, aquí y allá, los brotes considerados peligrosos. Mientras funciona la maquinaria económica y la calle no hierve de descontento, una parte de la sociedad acepta el acuerdo tácito: menos voz a cambio de menos incertidumbre. Pero la legitimidad pragmática caduca cuando las promesas fallan. Entonces el régimen puede experimentar dos tentaciones: abrirse (para cooptar nuevas élites y ensanchar la base de apoyo) o endurecerse, despojándose del último barniz institucional hasta devenir dictadura.

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    BARRER EL MAPA: AUTORITARISMO, DICTADURA, POPULISMO Y TOTALITARISMO (I)

    Hay palabras que funcionan como advertencias y, sin embargo, con el uso cotidiano se desgastan hasta volverse casi inofensivas. «Autoritario» acaba significando apenas “mandón”; «populista» es el epíteto fácil contra todo rival; «dictadura» se lanza como insulto a la menor restricción sanitaria, y «totalitarismo» parece un fósil reservado a historiadores de mediados del siglo XX. El riesgo de esa saturación verbal es doble: perdemos la precisión analítica y, al mismo tiempo, se embotan los reflejos morales que deberían activarse cuando uno de esos fenómenos asoma. Por eso dedico este capítulo a repasar, de manera narrativa y no enciclopédica, los contornos de cada término, sus zonas de solapamiento y las sendas que conducen de uno a otro.

    Imaginemos un eje que va desde el control limitado al monopolio absoluto del poder. En el extremo más cercano al pluralismo se encuentran los sistemas autoritarios; en el opuesto, los totalitarios. Entre ambos median dictaduras de distinto signo y, como transversal, un estilo político —el populista— que puede injertarse en casi cualquier punto del eje para acelerarlo hacia las formas más duras de dominio. El cuadro conceptual no es un catálogo de especies puras, sino una gradación de tonalidades donde la mezcla es la norma y las transiciones ocurren con frecuencia. El lector hará bien en mantener la imagen de un termómetro: el mercurio nunca se queda definitivamente quieto.