Política

AUTORITARISMO: EL CUSTODIO DEL ORDEN QUE TEME AL VACÍO (II)

El autoritarismo nace, casi siempre, de una premisa defensiva: algo amenaza la estabilidad —una crisis económica, una guerra, una fractura social— y un bloque de poder propone reducir la competencia política para “salvar” la unidad del Estado. Su relato de legitimidad no es épico sino pragmático: prometen seguridad, crecimiento y reglas claras a cambio de podar la exuberancia democrática. Por eso el autoritarismo suele conservar las fachadas de la institucionalidad —parlamento, tribunales, prensa privada—: le resultan útiles como escenografía que mitiga la alarma interna y proyecta cierta normalidad al exterior.

La represión autoritaria es selectiva. No persigue disciplinar almas ni uniformar conciencias; le basta con desactivar a quienes cuestionen su monopolio decisorio. Estrangula el pluralismo mediante leyes de excepción permanentes, regula los medios con licencias administradas desde el Ejecutivo y confía en censores que cortan, aquí y allá, los brotes considerados peligrosos. Mientras funciona la maquinaria económica y la calle no hierve de descontento, una parte de la sociedad acepta el acuerdo tácito: menos voz a cambio de menos incertidumbre. Pero la legitimidad pragmática caduca cuando las promesas fallan. Entonces el régimen puede experimentar dos tentaciones: abrirse (para cooptar nuevas élites y ensanchar la base de apoyo) o endurecerse, despojándose del último barniz institucional hasta devenir dictadura.