El cristianismo ha influido en la construcción de sistemas democráticos respetuosos de la libertad religiosa: lo he explicado en varias ocasiones, y argumentado de forma extensa en el volumen 1 de Dinámicas Globales. A lo largo de la historia, la doctrina social cristiana ha insistido en la centralidad de la dignidad humana y en la igualdad esencial entre las personas, poniendo la base moral para reconocer esa libertad esencial que es la de conciencia y culto.
Al mismo tiempo, la democracia brinda a las comunidades cristianas -y también a cualquier otra fe- el marco idóneo para manifestar su presencia en la esfera pública de manera voluntaria, en diálogo con otras posturas. Esta interacción enriquece la vida cívica, al ofrecer distintos puntos de vista para abordar problemas sociales y éticos.
La clave está en entender que el cristianismo, al igual que otras corrientes religiosas, debe actuar en el espacio democrático sin pretensiones hegemónicas. Los creyentes pueden inspirar sus propuestas en valores evangélicos o en la tradición cristiana, pero deben aceptar las reglas del juego democrático y la necesidad de llegar a consensos amplios, más allá de la propia confesión.