El concepto de “persona” que fundamenta los derechos humanos encuentra su verdadera luz en el cristianismo, que revela a cada ser humano como alguien infinitamente valioso y amado. Aunque muchas culturas han reconocido ciertos derechos a través de la razón, la fe cristiana ofrece una perspectiva única al mostrar que la dignidad humana no solo se comprende intelectualmente, sino que se experimenta en el amor. La experiencia de ser amado y de recibir lo que no se merece permite a la persona reconocer su dignidad y sus derechos.
Sin esta dimensión trascendente, los derechos humanos corren el riesgo de perder su fuerza moral y transformarse en conceptos vacíos. Como afirmaba Benedicto XVI, si Dios desaparece de la vida pública, la sociedad puede convertirse en una estructura sin rumbo ético, y el resultado es una imagen distorsionada de la humanidad. En definitiva, la religión, lejos de ser un simple complemento, es esencial para sostener y vivificar los derechos humanos, convirtiéndose en un pilar de una auténtica “buena sociedad”.