A lo largo de la historia han surgido numerosos modelos de laicidad. En algunos países, como Francia, se ha optado por una laicidad de estricta separación entre las religiones y la vida institucional, regulada desde la célebre Ley de 1905. Este enfoque tiende a limitar la presencia de símbolos religiosos en el espacio público, buscando preservar una neutralidad estatal muy marcada.
En otras naciones, sin embargo, la laicidad adopta una forma más cooperativa. Es el caso de modelos como el español o el alemán, donde se reconoce la aportación social que pueden hacer las comunidades de fe. En estas sociedades se firman acuerdos o convenios con las confesiones, a fin de regular temas como la asistencia religiosa en centros penitenciarios u hospitales, la enseñanza religiosa opcional en la escuela pública o la financiación de actividades de interés general.
Por lo tanto, en muchos casos reales la laicidad cooperativa no vulnera la neutralidad, siempre que no se otorguen privilegios exclusivos a una sola confesión. Al contrario, permite articular una relación institucional en la que el Estado y las comunidades religiosas colaboran al servicio del bien común, sin que ello implique imposiciones de tipo confesional, aunque evidentemente en algunos casos la “demanda religiosa” sea numéricamente más grande.