La democracia es, sin duda, un régimen político imperfecto, aunque sigue siendo, como se suele decir, el menos imperfecto de todos. Sin embargo, más allá de sus instituciones y mecanismos de decisión, se encuentra el “espíritu democrático”, un concepto que Alexis de Tocqueville identificó con claridad. Este “democratismo” o tendencia a absolutizar la voluntad de la mayoría puede traer consigo una peligrosa confusión entre verdad y poder. Cuando cada decisión política se convierte en ley bajo el amparo de la mayoría, existe el riesgo de que se interprete como “verdad” aquello que simplemente atrae el apoyo mayoritario, independientemente de su valor ético o racional. Esta tentación puede desvirtuar la esencia misma de la democracia, convirtiéndola en un régimen en el que la verdad es maleable según los intereses de la mayoría circunstancial.
Históricamente, hemos pasado de sistemas donde una minoría privilegiada determinaba la verdad y la dirección política a una democracia que, idealmente, busca el bien común a través de la participación de todos. Sin embargo, en lugar de una democracia sólida, hoy enfrentamos el fenómeno de la “oclocracia”, donde el poder lo ejerce una élite mediática que controla la opinión pública. Esta nueva oligarquía, a menudo desinteresada en el bienestar del “dēmos” (el pueblo, verdadero sujeto de la democracia), contribuye a la erosión de los valores democráticos. La democracia, por tanto, no puede quedar solo en un sistema de votos; debe evolucionar hacia una cultura política que valore la verdad, el bien común y la participación consciente de sus ciudadanos, alejándose de las influencias que solo buscan el control y la manipulación.