En los regímenes totalitarios, la representación política se convierte en una farsa. Los partidos opositores, aunque existen en teoría, no representan una verdadera alternativa, ya que forman parte del mismo sistema que busca perpetuar el control. Los ciudadanos, por tanto, dejan de sentir que están realmente representados por las instituciones, lo que provoca una apatía política generalizada.
Esta desconexión entre los representantes y los representados es uno de los síntomas más claros de un sistema que ha dejado de ser democrático en su esencia. Los políticos ya no están al servicio del pueblo, sino de las élites económicas y políticas que controlan el sistema. Como resultado, los ciudadanos se ven cada vez más alejados de la toma de decisiones, lo que erosiona lentamente la legitimidad del régimen.